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: Español
España y la lucha contra la inmigración a la
Europa Fortaleza
Por un corresponsal en Madrid
8 July 1998
La entrada de España en la Unión Europea supuso
un vuelco fundamental en el trato otorgado por nuestro país
a los ciudadanos provenientes de países de fuera del área
geográfica del capitalismo avanzado. El PSOE popularizó
-dado su carácter presuntamente de izquierdas- ideas tan
reaccionarias como la bondad del dinero fácil. Un ministro
de Hacienda socialista llegó a declarar en rueda de prensa
que España era -en aquel momento- el país del mundo
en que más dinero podía hacerse en menos tiempo.
La complicidad con el imperialismo yanqui se convirtió
en sinónimo de modernidad. Felipe Gonzalez no se contentó
con anclar definitivamente a España en la OTAN, sino que
nos hizo cómplices de la Matanza del Golfo y llegó
a declarar, en plan Tío Tom (Mark Twain) que prefería
morir en Manhattan que vivir en Moscú. En cuanto a su presunto
europeismo, se impuso la concepción de Europa como una
especie de huida hacia delante, con la que hacer tabla rasa del
pasado nacional, sumergiéndonos en el mito europeista.
Algo así como "si nos aceptan es porque ya no somos
como éramos - feos, bajitos y morenos- sino como son ellos:
guapos, rubios y millonarios". El resultado de esta política
lo estamos viviendo hoy en día: la corrupción, convertida
en elemento esencial de la vida democrática, la oligarquización
del poder político, y la extensión de un sentimiento
general de descreimiento ciudadano y salvajismo en la vida cotidiana,
sometida gracias al ímprobo trabajo de los socialistas
al imperativo categórico del capitalismo: la ley del más
fuerte.
Probablemente es esta la peor herencia del período en
que el Partido Socialista estuvo en el poder (1982-1996): la destrucción
del capital político de la izquierda, basado en la promoción
de valores éticos incompatibles con el capitalismo y hoy
en día caducos, como la solidaridad o el internacionalismo.
En su feroz carrera por ser aceptado en el Club de los Ricos,
el PSOE no tuvo reparo en traicionar la memoria histórica
de España, país de emigrantes desde el comienzo
de la Revolución Industrial, asumiendo con entusiasmo el
papel de gendarme de la frontera sur europea. En 1985 se aprobó
la Ley de Extranjería, instrumento que con modificaciones
cosméticas forzadas por la protesta de diversas organizaciones
sociales y sindicales, sigue siendo el brazo legal que permite
la persecución sistemática de la inmigración.
El Acuerdo de Schengen reforzó este papel de Policía
de Fronteras Europeo al implementar simultáneamente la
supresión de las fronteras intracomunitarias y la conversión
en Fortaleza de las fronteras exteriores de la Unión Europea.
Desde entonces, el Estrecho de Gibraltar se ha convertido en la
tumba de un número indeterminado (tal vez miles) de inmigrantes,
sometidos al tráfico humano de los contrabandistas de mano
de obra. Estos les cobran dos o tres mil dólares por cruzar
el Estrecho en míseras embarcaciones sobrecargadas (Pateras),
que sueltan su carga humana al llegar a la orilla Norte. Si consiguen
sobreponerse a las fuertes corrientes del Estrecho y no son arrolladas
por el intenso tráfico de barcos, todavía han de
conseguir eludir el cerco del Servico de Vigilancia Aduanera en
el mar y la Guardia Civil una vez en tierra. Todo por el dudoso
privilegio de ocupar un improbable puesto de trabajo en la economía
sumergida de la Unión Europea, sometidos a la doble explotación
derivada de su condición de clase y nacionalidad.
La posición española en la vanguardia
de la lucha contra la inmigración a la Europa Fortaleza
es aún más chocante si se considera la existencia
de dos ciudades de soberanía española, Ceuta y Melilla,
en la costa norteafricana, enclavadas dentro del territorio marroquí,
y que se han convertido en sumideros humanos donde refluyen los
inmigrantes que intentan entrar en Europa. Los sucesivos gobiernos
de la democracia se han negado a emprender ninguna medida encaminada
a facilitar la transición de estas dos reliquias coloniales
a su inevitable final, la soberanía de Marruecos, ante
la advertencia expresa del Ejército y los sectores más
reaccionarios de la sociedad española. A pesar del doble
control, militar y policial, y del río de dinero gastado
en impermeabilizar las fronteras con Marruecos, ambas ciudades
soportan un peso creciente del problema de la inmigración,
que ha originado frecuentes y cada vez mayores altercados con
una población inmigrante, que subsiste en condiciones penosas
y desesperada por cruzar el Estrecho como sea. Se han dado casos
tan sangrantes como el de los refugiados argelinos que son obligados
a volver a su país en guerra para afrontar su destino o
el de 103 inmigrantes que tras protagonizar una protesta por las
condiciones infrahumanas de su detención fueron embarcados
drogados en un avión y expedidos sin el menor reparo a
Guinea-Bissau, único país africano que los aceptó
a cambio de una bonita suma de dinero. En total, durante 1997
los diversos organismos policiales detuvieron a casi 17.000 inmigrantes
clandestinos, únicamente en las provincias andaluzas, Ceuta
y Melilla.
El otro gran agujero negro de la inmigración en España
es el que protagonizan los ciudadanos latinoamericanos. Irónicamente,
estos tenían mucho más fácil el acceso a
España bajo la dictadura de Franco, que firmó acuerdos
de doble nacionalidad con casi todos ellos. Desde la entrada de
España en la Unión Europea las trabas para su acceso
a España han crecido al mismo ritmo que el mercado negro
de ofertas de trabajo que muchas veces incluye la prostitución
obligada.
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